Dio dos pasos y el tercero se le atragantó: la curvatura de sus caderas, sus abdominales firmes, sus pechos desiguales, su garganta palpitante… El tacto era grasiento, pero en esencia seguía siendo la misma. Y, sin embargo, la que sonreía en el espejo parecía una mujer completamente distinta. Al menos, aquella fue su última impresión antes de prender la cerilla y convertirse en polvo y recuerdos.