Hoy te he recordado según cruzaba Times Square, entre carteles luminosos y grandilocuentes, y me han venido a la mente las luces del after en el que nos besamos por primera vez; la luz de la lámpara de sal que nos acompañaba en los días más perezosos, tumbados en la cama; las luces del árbol de Navidad, esas que tu ponías con tanto entusiasmo; la luz de la linterna con la que estuvimos buscando a Chopito durante horas; la misma que iluminó su rostro feliz al encontrarnos…

También la luz del cigarro que tiraste a medio terminar cuando me gritaste: “¡Que te jodan!”; la luz insoportable de la sala en la que me pidieron que reconociera tu rostro; los destellos de luz que invadieron mi cabeza mientras asentía con la cabeza al médico; la luz que nunca he visto pero tantas veces he imaginado y que te hizo descarrilar… La luz de la luna en las noches más tristes y la luz cegadora en los días más estupendos; en esos días estupendos habríamos salido a tomar el vermú, o te hubiera encontrado por La Latina, acompañado de otros, porque en verdad ya no nos aguantábamos más… Pero aun así, seguirías allí, tan guapo como siempre.

Una amiga me contó una vez que solía escribir todo aquello que le dolía en un papel y tirarlo al fuego; era su particular manera de ahuyentar a los fantasmas. Yo siempre pensé que era una más de sus costumbres histriónicas. Ahora, sin embargo, me gustaría que la luz fuera nuevamente protagonista y terminase lo que una vez comenzó. Tal vez si lanzó este papel a las llamas me reconforte el saber que no soy el único miserable que se retuerce en silencio.