Cuando todavía nos queríamos, nos pasábamos día y noche criticando el mal gusto de los otros. Era nuestra manera de reafirmarnos, de creernos poderosos por el simple hecho de estar unidos.

Cuando empezamos a aborrecernos, la lucha ya no era contra los demás, sino por saber quién de los dos tenía peor gusto. Al final concluimos que en ambos casos era pésimo, si habíamos llegado a enamorarnos el uno del otro.

Cuando el periodo de toxicidad derivó en ruptura, nos quedamos con un regusto amargo, que no consiguieron disimular nuevos amores.

Hoy me he levantado y me he dado cuenta de que he perdido el gusto. El café cargado de la mañana me ha dejado completamente indiferente. Entonces me he acordado de ti y de nuestras conversaciones, y me he preguntado: ¿ a quién le importa si nuestro gusto o el de los demás era bueno o malo? Y lo más importante: ¿por qué desperdiciamos tanto tiempo pensando en esas gilipolleces y no en gustarnos más y mejor?