Un día más te observo desde esta vieja hamaca, diario y pluma en mano: sempiterno refugio. Tú, seductor inconsciente, recorres absorto cada palmo de mi jardín. Mi cuerpo cede a un temblor descarado al ver tu piel húmeda, pétrea ante este sol tan encarnado y mirón.

No me ganes con rasgos pícaros de niño malhumorado, ni con tus formas deliciosamente ocultas, ni con la delicadeza con que siembras cada una de mis flores. Engáñame, te lo concedo, con esa mirada turmalina, inocente y grata, peligrosa y perdida; con esa sonrisa cegadora que confunde a la noche.

Por desgracia, el mandato es claro: la rosa negra y la dalia libidinosa están condenadas a vivir distanciadas en este oasis de etéreas apariencias, prohibición y castigo.